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.Resuelto, pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuentaarcabuceros a la nave portuguesa, todos alerta y con las cuerdasencendidas.Halló en la nave casi trecientas personas, de las quehabían escapado de las galeras.Pidió luego el registro de la nave, yRespondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vezprimera, que el registro le había tomado el cosario de los bajeles,que con ellos se había ahogado.Al instante puso el torno en orden,y, acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosapresteza y con fuerza de fortísimos cabestrantes, pasaron laartillería del pequeño bajel a la mayor nave.Luego, haciendo unabreve plática a los cristianos, les mandó pasar al bajeldesembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia paramás de un mes y para más gente; y, así como se iban embarcando,dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles, que hizo traer desu navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen atierra: que estaba tan cerca, que las altas montañas de Abala yCalpe desde allí se parecían.Todos le dieron infinitas gracias por la 13merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fue aquelque por los demás había hablado, el cual le dijo:-Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevarascontigo a Inglaterra, que no que me enviaras a España; porque,aunque es mi patria y no habrá sino seis días que della partí, no hede hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas ysoledades mías.«Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habráquince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar aInglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de misojos; que, después que no la vieron, nunca han visto cosa que desu gusto sea.El grave descontento en que me dejó su pérdida y lade la hacienda, que también me faltó, me pusieron de manera queni más quise ni más pude ejercitar la mercancía, cuyo trato mehabía puesto en opinión de ser el más rico mercader de toda laciudad.Y así era la verdad, pues fuera del crédito, que pasaba demuchos centenares de millares de escudos, valía mi haciendadentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados;todo lo perdí, y no hubiera perdido nada, como no hubiera perdido ami hija.Tras esta general desgracia y tan particular mía, acudió lanecesidad a fatigarme, hasta tanto que, no pudiéndola resistir, mimujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada,determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobresgenerosos.Y, habiéndonos embarcado en un navío de aviso seisdías ha, a la salida de Cádiz dieron con el navío estos dos bajelesde cosarios, y nos cautivaron, donde se renovó nuestra desgracia yse confirmó nuestra desventura.Y fuera mayor si los cosarios nohubieran tomado aquella nave portuguesa, que los entretuvo hastahaber sucedido lo que él había visto.»Preguntóles Ricaredo cómo se llamaba su hija.Respondióle queIsabel.Con esto acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya habíasospechado, que era que el que se lo contaba era el padre de suquerida Isabela.Y, sin darle algunas nuevas della, le dijo que demuy buena gana llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podríaser hallasen nuevas de la que deseaban.Hízolos pasar luego a sucapitana, poniendo marineros y guardas bastantes en la naoportuguesa.Aquella noche alzaron velas, y se dieron priesa a apartarse delas costas de España, porque el navío de los cautivos libres, entrelos cuales también iban hasta veinte turcos, a quien también 14Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición ygeneroso ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que a loscatólicos tuviese.Rogó a los españoles que en la primera ocasiónque se ofreciese diesen entera libertad a los turcos, que ansimismose le mostraron agradecidos.El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó acalmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en losingleses, que culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole quelos libres podían dar aviso en España de aquel suceso, y que siacaso había galeones de armada en el puerto, podían salir en subusca y ponerlos en aprieto y en término de perderse.Bien conocíaRicaredo que tenían razón, pero, venciéndolos a todos con buenasrazones, los sosegó; pero más los quietó el viento, que volvió arefrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener necesidadde acanallas ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallarona la vista de Londres; y, cuando en él, victorioso, volvieron, habríatreinta que dél faltaban.No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría,por la muerte de su general; y así, mezcló las señales alegres conlas tristes: unas veces sonaban clarines regocijados; otras,trompetas roncas; unas tocaban los atambores, alegres ysobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentablesrespondían los pífaros; de una gavia colgaba, puesta al revés, unabandera de medias lunas sembrada; en otra se veía un luengoestandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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