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.Parecía que la firma delSegundo Tratado de Madrid entre ingleses y españoles anunciaba el inicio delfin.-Y ves, ¿quién lo supondría? España dándosela de regalona -suspiróCharles Vane-, los últimos sucesos indican que ante tanta presión,llamémosle insistencia, nos dará La Jamaica, aunque no habrá que fiarse,tiempo al tiempo.Calico Jack levantó un brazo señalando el cielo, hizo como si tomara unpoco de brisa en el hueco de la mano y la paseó por debajo de sus fosasnasales, sonrió socarrón y, zorreando de súbito, silbó una melodiosa con-traseña en dirección al mar.A lo lejos, Ann distinguió una piragua de unos noventa pies de esloraabarrotada de sombras miedosas.Charles Vane entregó uno de los baúles,Calico Jack ojeó en el interior, hundió sus manazas y amasó el tesoro.Al rato,un subordinado del capitán Rackham, proveniente de la orilla, abandonó lapiragua encallada a ras de arena, discreta y rápida embarcación construida encaoba de Honduras, de unos cuarenta y pico de remos, propulsión de palosbastones; ciento veintisiete negros en fila y amarrados entre sí por los tobillosizquierdos obedecían el menor movimiento de Hyacinthe, malgache derasgados ojos color miel, barba rizada y en punta, coronado de una tiara degruesas perlas.Charles Vane no tenía prisa, y estudió meticulosamente la complexiónfísica de cada negro, con la punta de su bastón de cedro les hurgó entre losdedos de los pies, luego introdujo la empuñadura de oro entre los labios,sometiéndolos a que mostraran sus dentaduras, las encías, la lengua, debajode los sobacos, las manos, las uñas, por último los penes, los testículos, yluego les ordenó a que se voltearan y con mayor precisión perforó, con la puntaenfangada del bastón, las nalgas de uno por uno para verificar que nopadecían almorranas.También quiso escuchar los timbres de sus voces, ehizo pruebas de audición.Después de corroborar que ninguna averíaabarataba su adquisición, así se expresó, concluyó complacido que aquellosí podía merecer el distintivo de mercancía de excelentísima calidad.Nocomo la anterior, una calamidad, la mayoría de los negros morían ahogadosen sus propios vómitos, la piel se les decoloraba en vetas cenicientas,apestaban a muerto antes del último estertor.Obligó a los aterrorizadosesclavos a introducirse debajo de amplios trozos de lona, montados arribade un carretón, y dijo adiós a Calico Jack, deseándole buena suerte en supróxima aventura.-Los más enclenques servirán de criados-murmuró a horcajadas en sucaballo.35El capitán Rackham confió a su subalterno el cuidado del cofre, dedicóunos minutos a husmear la atmósfera, y echó a andar, directo hacia lamaleza que protegía a Ann Bonny.Ella intuyó que no debía dar un paso, nose atrevió ni a pestañear, apenas a respirar.Agachada, lentamente hundióuna mano en la tierra y cerró el puño de la derecha alrededor del mango delarma, los ojos bien atentos, fijos en las musculosas piernas del pirata queya se detenía a escasos centímetros de ella, aquellas célebres piernasceñidas en un calicó, pantalón de algodón de rayas que de manerainvariable vestía los calicot, de ahí su sobrenombre de Calico Jack.Inmóvil,sólo faltaba estirar el brazo para rozar los cabellos encaracolados recogidoscon una peineta de carey en un presumido moño.-¡Hyacinthe, eh, Hyacinthel -voceó, divertido.-¡Aquí estoy, mi capitán,donde mismo me dejó- el hombre de rasgos indios achinados respondiómientras rodeaba el tesoro con cortos paseos.-¡¿Qué te haría falta ahora mismo para ser muy feliz?!-¡¿Yo?! ¡¿Que qué me haría falta, a mí?! ¡Un tonel de brandy, eso sí mevendría de perilla! ¡Me lo bebería de un sorbo, sí, señor!-¡No seas tonto, algo más, pide por esa boca, hombre, con ganas!-¡A mí, bueno, me gustaría una chica, ja, ja, ja.! ¡Una chica biendotada de carne, con aquellas tetas que usted podrá imaginar; maciza comouna lechona, o masúa, como dicen los isleños cienfuegueros.!Sumergió el potente brazo entre los arbustos y agarró a Ann por el moñocomo si atrapara un conejo por las orejas.Aunque ella se debatió, no sirvióde nada, él la arrastró hacia el descampado.Perdió el objeto afilado, buscódesesperada, en un descuido del pirata ella recuperó el arma, con la puntade la daga hincó el gaznate de su adversario.Tan cerca se hallaban queHyacinthe no se atrevió a disparar contra la extraña que, aunque no podíadistinguir con claridad, sabía causaba serios problemas a su capitán.-¡Vaya, Hyacinthe, ¿qué es lo que veo?! ¡Aquí siembran flores de carne yhueso! ¡Acabo de arrancar una de la tierra! ¡Fresca, suave, sana, la bocahúmeda cual una rosa!Ni él soltaba sus cabellos, ni ella bajaba la daga.Hyacinthe sabía que nopodía desatender el cofre del tesoro para acudir en su auxilio, primero elbotín, luego la vida.Ann intentó levantar la rodilla y patear al pirata, peroéste reaccionó antes, y de un pisotón inmovilizó la pierna de la muchacha,atrapándole el pie debajo del suyo, y aprovechó que la desestabilizaba paradesarmarla.Ann ya conocía su destreza, vestida de varón había sostenidocon él un duelo a sablazos, pero en el pasado hubo de batirse contra varios,y no le había dado tiempo de admirar al hombre.Los dientes blanquísimos yligeramente separados destacaban con mayor esplendor en su bocabronceada, ahora que soltaba la exuberante carcajada, haciendo alarde desu fortaleza.Tenían razón, se dijo, los que afirmaban que no era nadavulgar, sobre todo elegante, un auténtico dios bravío, lunar muy femeninoen la mejilla, ojos grises y fascinante porte en la traviesa mirada, el pelolacio y negro azabache dividido en tres abundantes mechas, dos caían sobresus pectorales y la tercera cubría su espalda, en la frente recta lucía anchabanda de seda dorada.36De un tirón la empujó a un claro del bosquecillo, siempre aferrado almechón que sobresalía del centro de su cráneo.De repente, Ann dio unjalón con fuerza imprevisible, y el hombre exclamó de desconcierto al ad-vertir que de su puño pendía sólo el rabo castaño.La chica huía hacia laorilla, donde las olas aplanaban la arena, y allí quizás correría con menordificultad.El capitán, queriendo parecer menos implicado pero sin embargoinquieto, agitó a Hyacinthe, y le instigó a que persiguiera a la maldita guineade todos los demonios; más que inquieto, empezó a mostrarse divertido, ymofándose de ella vociferó diversos motes: ¡Bruja! ¡Avutarda! ¡Tiñosa! Unabandada de gaviotas picoteaba el oleaje con la esperanza de pescar bancosde sardinas y decenas de medusas, sin asustarse de la barahúnda quearmaban los tres personajes.Rackham aguardó, entretenido contemplaba almozo que resollaba a causa de sus cortas pisadas, perdiendo terreno detrásde la chica, que sin duda era mucho más veloz; tal como lo imaginó, al inter-narse de nuevo en la arboleda, ella logró evadirse.Entonces por unossegundos el semblante del pirata se tornó grave.Ya la buscaré.y la encontraré. Calico Jack trabó las mandíbulasconteniendo más el deseo que la ira.Hyacinthe no sabía cómo hacerseperdonar por su jefe, avergonzado rezongaba, disgustado de saberse vencidopor quien él consideraba, hacía apenas unos minutos, su inminente presa.Jack Rackham aseguró que se vengarían más temprano que tarde, yculminó la frase en una estruendosa y nerviosa carcajada
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