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.Terminaría sus tareas, sepasaría una hora en su huerto y después se reuniría con nosotros para una dura jornada en los campos.Y lo mismo haría Gran.Nadie descansaba cuando el algodón estaba a punto.Pasamos muy despacio por delante del establo con el motor diésel vibrando ruidosamente y elremolque chirriando, y giramos en dirección al sur hacia las veinte hectáreas bajas, una zona situadajunto al arroyo Siler.Siempre recolectábamos primero esas veinte hectáreas, porque era allí dondeempezaban las inundaciones.Teníamos las veinte bajas y las veinte de atrás.Cuarenta hectáreas en total; no era poco.17John Grisham LA GRANJAEn unos minutos llegamos al remolque del algodón y Pappy detuvo el tractor.Antes de saltar al suelo,miré hacia el este y vi las luces de nuestra casa a menos de un kilómetro de distancia.Más allá de ella,el cielo estaba cobrando vida con franjas de color amarillo y anaranjado.No se veía ni una sola nube,lo cual significaba que no habría inundaciones en un futuro próximo.Pero también significaba que nopodríamos protegernos de los abrasadores rayos del sol.Tally me dijo al pasar: Buenos días, Luke.Conseguí devolverle el saludo.Me sonrió como sí conociera un secreto que jamás revelaría.Pappy no dio ninguna instrucción, ni falta que hacía.Eligió una hilera a cada lado y empezó arecolectar.Sin comentarios intrascendentes, sin estirar los músculos, sin hacer predicciones sobre eltiempo.Sin decir nada, los mexicanos se echaron los largos sacos de algodón al hombro, se pusieronen fila y se dirigieron al sur.Los de Arkansas se dirigieron al norte.Por un instante, permanecíinmóvil en la semipenumbra de una ya calurosa mañana de septiembre, contemplando una larga yrecta hilera de algodón, una hilera que en cierto modo me habían asignado a mí.«Jamás conseguiréllegar hasta el final», pensé, y me sentí súbitamente cansado.Tenía primos en Memphis, hijos e hijas de las dos hermanas de mi padre, y ellos jamás recolectabanalgodón.Eran chicos de ciudad, que vivían en preciosas casitas de barrios residenciales de las que notenían que salir para ir al lavabo.Regresaban a Arkansas cuando había algún entierro.y, a veces, elDía de Acción de Gracias.Mientras empezaba a trabajar en mí interminable hilera de algodón, penséen esos primos.Dos cosas me inducían a trabajar.La primera y más importante, porque tenía a mi padre a un lado y ami abuelo al otro, y ninguno de los dos toleraba la holgazanería.La segunda, porque me pagaban porhacerlo, lo mismo que a los otros braceros.Un dólar con sesenta por cincuenta kilos.Y yo teníagrandes proyectos para el dinero. Vamos dijo con firmeza mi padre, hablando hacia el lugar donde yo me encontraba.Pappy ya se había adentrado casi tres metros entre los tallos.Podía ver su perfil y su sombrero de paja.Oía a los Spruill unas cuantas hileras más allá, hablando entre sí.La gente de la montaña era muyaficionada a cantar, y a menudo se les oía entonar en voz baja una triste melodía mientrasrecolectaban.Tally se rió por algo y su cantarina voz resonó por los campos.Sólo tenía diez años másque yo.El padre de Pappy había combatido en la guerra civil.Se llamaba Jeremiah Chandler y, segúnla tradición de la familia, había ganado prácticamente él solito la batalla de Shiloh.Al morir susegunda mujer, Jeremiah se casó con una tercera, una moza del lugar treinta años más joven que él.Unos años más tarde, ésta dio a luz a Pappy.Había una diferencia de treinta años entre Jeremiah y su tercera esposa.Tally me llevaba diez.Quizádiera resultado.Con solemne determinación, me eché a la espalda mi saco de algodón de dos metros y medio con lacorrea sobre el hombro derecho, y me abalancé sobre la primera cápsula de algodón.Estaba mojada derocío y ésta era una de las razones de que empezáramos a trabajar tan temprano.Durante la primerahora más o menos, antes de que el sol se elevara demasiado en el cielo y lo abrasara todo, el algodónse notaba suave y delicado en nuestras manos
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