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.—Se apoderó de él una extraordinaria sensación de bienestar al decir esto.Incluso merecÃa la pena que lo hubiesen golpeado.El cónsul se puso morado otra vez.—¡Fuera de aquÃ! —ordenó—.Mi secretario revisará tus documentos y si se convence de que son auténticos llevará a cabo las gestiones pertinentes para que recibas tu primera entrega.Hermógenes se irguió lentamente; Menéstor corrió a ayudarlo.—¿Cuánto tiempo necesitará tu secretario para convencerse? —preguntó cortésmente el alejandrino.Al cónsul le rechinaron los dientes.El hombre de las mejillas hundidas volvió a susurrarle al oÃdo.—Tres dÃas —dijo por fin, casi atragantándose con las palabras.Hermógenes hizo una breve reverencia y se le agudizó el dolor en la cara.—Entonces cuento con recibir noticias tuyas en un plazo de tres dÃas, excelentÃsimo cónsul, o bien por la mañana del cuarto dÃa a más tardar.Tendré un nuevo contrato redactado para que lo estudies.Te deseo salud.Caminó con paso inseguro desde el salón hasta el patio de la casa.El sol del mediodÃa resplandecÃa en el cielo despejado, y la fragancia del jazmÃn que sombreaba la pérgola impregnaba el aire.Se detuvo, levantó la vista al cielo e inspiró profundamente.Menéstor lo alcanzó corriendo.—Señor —musitó el muchacho—.Señor, ¿estás bien?Hermógenes quiso reÃr pero el rostro le dolÃa demasiado.La emoción del triunfo lo embargaba en oleadas más intensas que el dolor.HabÃa vencido.Se habÃa enfrentado al hombre que habÃa comandado el ala izquierda en Actium y puesto fin al poder de Egipto, y habÃa vencido.Rufo le habÃa pegado, escupido e insultado, pero Rufo tendrÃa que pagar.Negarse a ello equivaldrÃa a entregar a su aristocrático predecesor un arma que lo convertirÃa en el hazmerreÃr de Roma hasta el fin de sus dÃas.—Sà —dijo a Menéstor con regocijo—.Estoy bien.Hermógenes se alegró de disponer de la silla de manos.Cuando llegó andando a la caballeriza estaba temblando y sentÃa un acuciante deseo de beber algo fresco y tumbarse.Supuso un alivio dejarse caer en el asiento y apoyar el rostro palpitante sobre las rodillas.Los hermanos Rubrio se quedaron atónitos al ver el estado en el que regresaba de una entrevista con un cónsul romano; Formión estaba furioso.Hermógenes no les dio explicaciones, sólo les ordenó que se pusieran en marcha enseguida.Cuando los guardianes de la verja permitieron que el grupo saliera a la calle de la ciudad sin más comentarios, suspiró, más tranquilo.Avanzaron lenta y pesadamente en silencio colina abajo entre manzanas de insulae hasta la vÃa Tusculana.Los Rubrio bajaron la silla ante la verja de la casa de Crispo y Hermógenes, entumecido, se apeó y pagó a Gayo un denario.El hombre lo aceptó sin sonreÃr.Luego levantó la vista y buscó la mirada de su pasajero con una expresión decidida.—Señor —dijo—, ¿puedo preguntar de qué va todo esto?Hermógenes meditó por un momento, y antes de que encontrara la respuesta más oportuna el otro hombre prosiguió:—Verás, nos has vuelto a pagar de más, esta vez incluso más que la anterior, y.bueno, señor, lo que quiero decir es que.yo no.Quinto y yo somos romanos leales y no queremos vernos envueltos en una pelea entre un extranjero y un cónsul.Hermógenes soltó un resoplido entre divertido y asqueado.—Lucio Tario Rufo me debe dinero —explicó cansinamente—.Se ha enojado mucho cuando con toda cortesÃa le he pedido que pagara, pero al final se ha avenido a hacerlo.De esto es de lo que va.¿Debo contratar a otros la próxima vez?—¡Caramba! —exclamó Gayo, asombrado—.¿Te pidió un préstamo a ti? Pero si es más rico que tú, ¿no?—Mucho más.Creo que la suma que le presté era meramente para sus gastos mientras estaba en Chipre.—Vaya.¿Y ha montado en cólera cuando le has pedido que te pagara? —Gayo Rubrio miró a su hermano, que se encogió de hombros.—Puedes contratarnos cuando quieras, señor —ofreció Quinto Rubrio—.Sólo nos preocupaba que se tratara de algo, ya sabes, polÃtico.A Hermógenes le faltaron fuerzas para contestar.Se despidió de ellos con un gesto de la cabeza y cruzó la puerta que Kyon habÃa abierto para él.Ahora que la euforia inicial del triunfo habÃa menguado, se sentÃa débil y mareado.Además, le dolÃa la cabeza.Una vez en sus aposentos descubrió que la sangre de la mejilla rajada le habÃa resbalado por el cuello y dejado un manchón en la pechera de su túnica blanca limpia; para su consternación, también habÃa ensuciado el borde de su mejor capa.Se quitó ambas prendas, pidió a Menéstor que las pusiera en remojo cuanto antes y fue a la alcoba para tenderse en la cama mientras sus esclavos iban a buscar agua, ungüentos y vendas.Cuando la puerta se abrió, sin embargo, quien apareció fue Crispo, que venÃa alarmado.Se detuvo en el umbral de la alcoba y fijó la vista en su huésped, alterado.—¡Por Júpiter! No daba crédito cuando Kyon me decÃa que habÃas llegado bañado en sangre.Hermógenes, amigo mÃo, ¿qué ha sucedido? ¿Te han robado?—No —contestó Hermógenes cansado.HabrÃa deseado posponer aquella conversación por espacio de unas horas, al menos hasta después de lavarse y practicarse una primera cura en la herida.Sin embargo, Crispo era su anfitrión y le debÃa la cortesÃa de una explicación—.No, llevabas razón al pronosticar que a Rufo no le resultarÃa grata mi visita.Considera vergonzoso que un egipcio le reclame el pago de una deuda a un vencedor de Actium.—Lo dijo en griego: la jaqueca lo atormentaba de tal modo que le habrÃa exigido un gran esfuerzo traducir sus pensamientos al latÃn, y Crispo hablaba griego con fluidez.—¿Te ha golpeado? —preguntó éste, horrorizado.—Golpeado, escupido y tildado de «escoria egipcia».Sin embargo, ha accedido a pagar lo que debe.—Parte de la euforia del triunfo se encendió otra vez.Menéstor y Formión entraron en la sala con jarras y una jofaina; vacilaron al reparar en Crispo.Éste se hizo a un lado, y Menéstor, con sigilo pasó a la alcoba y dejó la jofaina en el suelo junto a la cama.Formión le alargó los aguamaniles y Crispo observó a Menéstor verter agua caliente en la jofaina y acabar de llenarla con agua frÃa.—Esténtor ha añadido vinagre a esto, señor —le previno Menéstor a su amo en voz baja—, y un poco de sal.Es posible que escueza.¿Puedes incorporarte?Hermógenes quedó sentado y Menéstor comenzó a limpiar el corte con una esponja.En efecto, escocÃa.De pronto, al alejandrino lo incomodó notar la mirada de su anfitrión sobre su cuerpo desnudo, por lo que tiró de la sábana para taparse el regazo.—¿Qué has hecho para ofenderlo? —gimió Crispo.Hermógenes suspiró.—Mi mayor ofensa ha sido pedirle que saldara su deuda.Pero teme que si no paga yo recurra a sus enemigos para que me ayuden a ponerlo en una situación embarazosa.Le he dado a entender que esto podrÃa ocurrir
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