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.Las plumas y parte del astil asomaban entre las flores y se movían más o menos al ritmo de una batuta dirigiendo un corazón.La voz de Krendler calló de golpe y al cabo de unos pocos latidos la batuta se inmovilizó.—¿Es más o menos un re por debajo de medio do? —Exacto.Al cabo de un momento Krendler emitió un gorgoteo al otro lado del telón vegetal.No era más que un espasmo en la laringe debido a la creciente acidez de su sangre a causa de su reciente de su muerte.—Vamos con el segundo plato -propuso el doctor-.Pero antes, un pequeño sorbete para refrescarnos el paladar antes de la codorniz.No, no te levantes.El señor Krendler me ayudará a despejar la mesa, se eres tan amable de disculparlo.Dicho y hecho.Tras la pantalla de flores, el doctor Lecter se limitó a vaciar los platos sucios en el cráneo de Krendler y luego los amontonó en su regazo.Volvió a taparle el cráneo y, cogiendo la cuerda atada al pie rodante que sostenía el sillón, lo llevó hasta la cocina.Una vez allí el doctor Lecter volvió a montar la ballesta.Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer ventajas.Las codornices tenían la piel crujiente y estaban llenas de “foie gras”.El doctor Lecter habló de Enrique VIII como compositor y Starling, de diseño asistido por ordenador para crear sonidos sintéticos, de la réplica de los vibratos.Tomarían el postre en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.Capítulo 101.Un soufflè y copas de Château d´Yquem ante la chimenea de la sala de estar, con el café preparado en una mesita en la que Starling apoyaba un codo.El fuego bailaba en el vino dorado, que difundía su aroma sobre las profundas tonalidades del tronco incandescente.Hablaron de tazas de té y del discurrir del tiempo, y sobre las leyes del desorden.—Y así fue como llegué a creer -concluyó el doctor Lecter- que debía haber un lugar en el mundo para Mischa, un buen lugar que alguien dejaría vacante para ella, y llegué a pensar, Clarice, que el mejor lugar del mundo era el que tu ocupabas.El resplandor del fuego no sondeaba las profundidades de su escote tan satisfactoriamente como la luz de las velas, pero era maravilloso verlo jugar sobre los huesos de su cara.Starling se quedó pensativa unos instantes.—Déjeme preguntarle algo, doctor Lecter.Si Mischa necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y no digo que no sea así, ¿por qué no el suyo? Está bien ocupado y sé que usted no se lo negaría.Ella y yo podríamos ser como hermanas.Y si, como usted dice, hay espacio en mí para mi padre, ¿por qué no hay sitio en usted para Mischa? El doctor Lecter parecía complacido, si por la idea o por la astucia de Starling, sería imposible decirlo.Tal vez sintiera una vaga preocupación al comprender que sus esfuerzos habían dado mejores frutos de lo que nunca hubiera imaginado.Al dejar la copa en la mesita que tenía al lado, Starling empujó su taza de café, que se rompió contra el hogar.Ni siquiera la miró.El doctor Lecter observó los fragmentos, que permanecieron inmóviles.—No creo necesario que tome una decisión en este mismo instante -dijo Starling.Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del fuego.Un suspiro del fuego, la tibieza que atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino acudió a la mente de Starling.El doctor Lecter, hacía ya tanto tiempo, preguntando a la senadora Martin si había amamantado a su hija.En la calma sobrenatural de Starling se produjo un movimiento rodeado de destellos: por un instante innumerables ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho más allá de su propia experiencia.—Hannibal, ¿tu madre te dio de mamar? —Sí.—¿Sentiste alguna vez que habías tenido que ceder el pecho a Mischa? ¿Sentiste alguna vez que te lo arrebataban para dárselo a ella? Un latido.—No lo recuerdo, Clarice.Si se lo cedí, lo hice con alegría.Clarice Starling se llevó la mano al profundo escote de su vestido y liberó sus pechos.El aire endureció los pezones al instante.—No tienes por qué renunciar a éstos.Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedeció el dedo de apretar el gatillo en el Château d´Yquem calientede su boca y una gota gruesa y dulce quedó suspendida del pezón como una joya dorada, temblando al ritmo de la respiración.Él abandonó la silla sin dudarlo, dobló una rodilla ante ella e inclinó la cabeza, reluciente al resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema del busto indefenso.Capítulo 102.Buenos Aires, Argentina, tres años más tarde.Barney y Lillian Hersh paseaban cerca del Obelisco de la avenida 9 de Julio al atardecer
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