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.¡Aquella angustia, aquel doloroso anhelo!.¡Esto era amor!.Aún en plena exaltación bendijo a la suerte que le había dotado de un comportamiento natural imperturbable.Nadie debía adivinar, nadie debía saber lo que sentía, salvo la propia Rosemary.Los Barton se marcharon una semana antes que los Farraday.Stephen le dijo a Sandra que Saint Moritz no era muy divertido.¿No sería mejor que acortaran su estancia y regresaran a Londres?.Ella asintió con sumo agrado.Dos semanas después de su regreso, se convirtió en amante de Rosemary.Un período extraño, agotador, de éxtasis, febril, irreal.Duró.¿Cuánto duró?.Seis meses a lo sumo.Seis meses durante los cuales Stephen siguió haciendo su trabajo como de costumbre.Visitó su distrito; hizo interpelaciones en la Cámara, habló en varios mítines, discutió de política con Sandra, y no tuvo más que un único pensamiento: Rosemary.Sus entrevistas secretas en el apartamento, su belleza, el apasionado cariño que por ella derrochó, los apasionados abrazos que ella le prodigaba.Un sueño, loco, sensual.Y tras el sueño, el despertar.Pareció ocurrir de pronto.Como salir de un túnel a la luz del sol.Un día, el absorto amante; al siguiente, Stephen Farraday de nuevo.Stephen Farraday, que se preguntaba si no sería mejor que no viese a Rosemary con tanta frecuencia.¡Qué idiotez!.Habían estado corriendo riesgos terribles.¡Si Sandra llegara a sospechar!.Le echó una mirada de soslayo cuando desayunaban.Menos mal que no desconfiaba.No tenía la menor idea.Y, sin embargo, algunas de las excusas que le había dado últimamente para justificar su ausencia habían sido bastante pueriles.Otras mujeres se hubieran puesto sobre aviso.Por fortuna, Sandra no era una mujer desconfiada.Respiró profundamente.En verdad que Rosemary y él habían sido bastante temerarios.Era una maravilla que su esposo no se hubiese enterado.Uno de esos hombres tontos, confiados, muchos años más viejo que ella.¡Qué hermosa era!.Pensó de pronto en los campos de golf.Aire fresco barriendo las dunas de arena, recorrer el campo con los palos a cuestas, un golpe limpio de salida, un golpe corto de aproximación al hoyo.Hoyo tras hoyo.Hombres.hombres con bombachos fumando en pipa.Y.prohibida la entrada a las mujeres.De improviso le dijo a Sandra:—¿No podríamos ir a Fairhaven?.Ella alzó la cabeza, sorprendida.—¿Quieres hacerlo?.¿Dispones de tiempo?.—Podría aprovechar los días de entre semana.Me gustaría jugar unos partidos de golf.Me siento agotado.—Podríamos irnos mañana si quieres.Pero tendremos que dar excusas a los Astley, y será necesario que aplace la reunión del martes.Pero, ¿y los Lovat?.—Oh, aplacemos eso también.Podemos inventar una excusa.Quiero marcharme.Había sido apacible la vida en Fairhaven, con Sandra y los perros en la terraza y en el jardín cercado por el viejo muro.Golf en Sandley Heath.Vuelta a pie a la granja al anochecer, seguido de MacTavish.La sensación experimentada había sido la del hombre que se recupera de una enfermedad.Había fruncido el entrecejo al ver la escritura de Rosemary.Le había dicho que no escribiese.Era demasiado peligroso.Y no era que Sandra le preguntara de quién eran las cartas que recibía.No obstante, resultaba poco prudente.No siempre se podía uno fiar de la servidumbre.Algo molesto rasgó el sobre una vez solo en su despacho.Páginas a montones.Al leer, se sintió de nuevo dominado por el encanto de antaño.Ella le adoraba.Le amaba más que nunca.No podía soportar la idea de estar sin verlo cinco días completos.¿Le pasaba a él lo mismo?.¿Echaba de menos el leopardo a su etíope?.Medio sonrió, medio suspiró.Aquella broma absurda, nacida al comprarle él un batín masculino con lunares por el que ella había mostrado admiración, y lo del cambio de manchas del leopardo[4].Y él había contestado: «Pero no debes cambiar de piel, querida.» Y, después de eso, ella le había llamado siempre «Mi leopardo» y él a ella «Mi belleza negra».Estúpido a más no poder.Sí, estupidísimo.Muy amable al escribirle tantísimas páginas.Pero no debía haberlo hecho.¡Qué rayos!.¡Tenían que andar con cuidado.Sandra no era mujer para aguantar una cosa así.Si llegase a tener la menor sospecha.Era peligroso escribir cartas.Se lo había advertido a Rosemary.¿Por qué no podía esperar a que regresara él a la ciudad?.¡Maldita sea!.La vería dentro de un par o tres de días.Encontró otra carta en la mesa del desayuno a la mañana siguiente.Esta vez Stephen masculló mentalmente una maldición.Le pareció que la mirada de Sandra se fijaba en ella durante un par de segundos.Pero no dijo nada.Menos mal que no era una de esas mujeres que hacen preguntas acerca de la correspondencia del marido.Después del desayuno, marchó con el coche a la población vecina, a ocho millas de distancia.Hubiera sido imprudente pedir una conferencia desde el pueblo.Rosemary se puso al teléfono.—¡Hola.!.¿Eres tú, Rosemary.?.No me escribas más cartas.—¡Stephen!.¡Querido!.¡Qué adorable es escuchar tu voz!.—Ten cuidado.¿No te puede oír nadie?.—¡Claro que no!.¡Oh, ángel mío, cuánto te he echado de menos!.¿Me has echado de menos tú a mí?.—Claro que sí.Pero no me escribas.Es demasiado arriesgado, ¿comprendes? 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