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.Era una mujer, Poirot tenía la seguridad de ello, feliz y próspera a la vez.Su vida era completa, vivida y agradable.No era, incidentalmente, el tipo de mujer que agradaba a Poirot.Aunque admiraba lo despejado de su cerebro, su clara mentalidad, poseía suficientes características defemme formidable para alarmarle a él, como simple hombre.A él siempre le había gustado lo extravagante.Con Ángela Warren era fácil llegar al objeto de su visita.No hubo subterfugios.Se limitó a relatar la entrevista que había tenido con Carla Lemarchant.El rostro severo de Ángela se iluminó.—¿La pequeña Carla? ¿Está aquí? Me gustaría mucho verla.—¿No se ha mantenido usted en contacto con ella?—No tanto como debía de haberlo hecho.Yo era una colegiala cuando ella se marchó al Canadá y comprendí, claro está, que dentro de un año o dos nos olvidaría.Los últimos años, alguno que otro regalo por Navidad ha sido el único eslabón que nos ha unido.Imaginé que a estas alturas estaría completamente sumida en el ambiente canadiense y que su porvenir yacería allí.Hubiera sido mejor en esas circunstancias.Dijo Poirot:—Uno podría creerlo así, en efecto.Cambio de nombre, cambio de escena.Una vida nueva.Pero no estaba destinada a ser tan feliz como todo eso.Y entonces le habló del noviazgo de Carla, del descubrimiento que había hecho al llegar a la mayoría de edad, y de sus razones para presentarse en Inglaterra.Ángela Warren escuchó en silencio, apoyada la mejilla desfigurada en una mano.No dio muestras de emoción alguna durante el relato.Pero, al terminar Poirot, dijo:—¡Bien por Carla!Poirot se sobresaltó.Era la primera vez que se encontraba con reacción semejante.Dijo:—¿Colaboraría usted conmigo?—Ya lo creo.Y le deseo éxito.Todo lo que yo pueda hacer por ayudar, lo haré.Me siento culpable, ¿sabe?, por no haber intentado nada yo.—Así, pues, ¿usted cree que existe la posibilidad de que tenga razón en opinar como opina?—Claro que tiene razón.Carolina no lo hizo.Eso siempre lo he sabido.Hercules Poirot murmuró:—Me sorprende usted muchísimo, mademoiselle.Todas las demás personas con quienes he hablado.Le interrumpió con brusquedad:—No debe usted dejarse guiar por eso.No me cabe la menor duda de que las pruebas circunstanciales son abrumadoras.Mi propio convencimiento se basa en el conocimiento.conocimiento de mi hermana.Sólo sé, simple y decididamente, que Carolina no hubiera podido matar a nadie.—¿Se puede decir eso con seguridad de ser humano alguno?—Probablemente no, en la mayoría de los casos.Estoy de acuerdo en que el animal humano está lleno de curiosas sorpresas.Pero en el caso de Carolina había razones especiales.razones que yo tuve mejor ocasión de apreciar que ninguna otra persona.Se tocó la desfigurada mejilla.—¿Ve usted esto? ¿Probablemente habrá oído hablar de ello? (Poirot asintió con la cabeza.) Carolina lo hizo.Por eso estoy segura.sé.que ella no cometió el asesinato.—No resultaría un argumento muy convincente para la mayoría de las personas.—No; resultaría todo lo contrario.Creo que llegó a usarse en ese sentido, incluso.¡Como prueba de que Carolina tenía un genio violento e indomable! Porque me había hecho a mí daño de pequeña, hombres que se las daban de sabios arguyeron que sería igualmente capaz de envenenar a un marido infiel.Dijo Poirot:—Yo, por lo menos, me di cuenta de la diferencia.Un repentino acceso de rabia incontenible no le conduce a una a robar un veneno primero y luego usarlo, deliberadamente, al día siguiente.Ángela Warren agitó una mano con impaciencia.—No es eso lo que quiero decir ni mucho menos.He de procurar hacérselo ver claro a usted.Supóngase que es usted una persona afectuosa y de natural bondadoso normalmente.pero que también es propenso a unos celos intensos.Y supóngase que durante los años de su vida en que es más difícil ejercer dominio sobre sí llega usted, en un acceso de rabia, a aproximarse mucho a cometer lo que constituye, en efecto, un asesinato.Imagínese la terrible impresión, el horror, el remordimiento que se apodera de usted
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